
Introducción
Por Ignacio Chilet Davanzo
Octubre de 2025
La inteligencia artificial ya no es un experimento de laboratorio. En la medicina, empieza a transformar tareas críticas: desde cómo se leen radiografías, hasta cómo se diseñan nuevos fármacos. La cuestión no es si la IA puede apoyar al médico, sino cómo hacerlo sin perder el criterio humano que define a la práctica clínica.
Avances visibles en la práctica
En oncología, la IA ya se aplica en la detección de cáncer de mama. Estudios recientes en Europa muestran que los algoritmos alcanzan un nivel comparable al de radiólogos expertos, aumentando la detección temprana y reduciendo la carga de trabajo. En endoscopía, sistemas comerciales de apoyo visual permiten resaltar pólipos durante una colonoscopia en tiempo real, aumentando la tasa de detección de lesiones que podrían evolucionar en cáncer.
En imagenología, iniciativas como fastMRI han demostrado que la IA puede reconstruir resonancias magnéticas en menos tiempo sin perder calidad diagnóstica. Y en países con menos radiólogos disponibles, modelos ya ayudan a identificar tuberculosis en radiografías de tórax, permitiendo realizar cribados masivos donde antes era imposible.
Son avances que no reemplazan al médico, pero le devuelven tiempo, precisión y capacidad de enfocarse en decisiones más complejas.
Investigación que empuja los límites
En el plano científico, uno de los hitos fue AlphaFold, desarrollado por DeepMind, que logró predecir la estructura de proteínas con gran exactitud. Este avance acelera el descubrimiento de fármacos y abre posibilidades en enfermedades moleculares que antes requerían décadas de investigación.
Más recientemente, Google presentó AMIE, un sistema que no solo responde preguntas, sino que dialoga con el médico, pide aclaraciones y formula hipótesis. En paralelo, los modelos conocidos como Med-Gemini integran texto, imágenes y datos clínicos, alcanzando resultados sin precedentes en pruebas de diagnóstico automatizado.
También comienza a hablarse de la figura del “co-científico digital”: sistemas que ayudan a diseñar experimentos, generar hipótesis y revisar literatura científica. No sustituyen la creatividad humana, pero sí ofrecen un refuerzo para acelerar el ciclo de investigación biomédica.
Hacia una ficha vital
Lo que todavía no existe consolidado, pero muchos laboratorios buscan, es una ficha vital extendida: un registro vivo que integre todos los datos de una persona, historia clínica, genética, antecedentes familiares y estilo de vida, en una sola visión longitudinal.
La idea es que no se vean los síntomas como eventos aislados, sino como parte de un recorrido vital. Un dolor en la infancia, una alergia en la adolescencia, un resultado genético heredado de los abuelos: piezas que, por separado, parecen poco relevantes, pero que en conjunto podrían anticipar enfermedades o explicar conexiones invisibles.
En Reino Unido, el UK Biobank reúne medio millón de perfiles con datos médicos, de estilo de vida e incluso genomas completos para investigación. En Estados Unidos, el programa All of Us del NIH busca lo mismo con una población diversa. Y en paralelo, proyectos como el Newborn Genomes Programme en Inglaterra exploran la viabilidad de secuenciar a recién nacidos para construir desde temprano esa ficha genética de referencia.
Los “gemelos digitales” son otra aproximación: réplicas virtuales de órganos o sistemas, por ejemplo, corazones digitales que permiten simular cómo respondería un paciente a una cirugía o a un tratamiento y que están siendo probados en cardiología y oncología.
Riesgos que no se pueden ignorar
La promesa de la ficha vital se enfrenta a retos que no son menores. Primero, la privacidad: reunir información genética y familiar en un mismo sistema abre la puerta a discriminación y uso indebido. Segundo, la equidad: la mayoría de modelos se entrenan con datos de poblaciones europeas o norteamericanas, lo que limita su precisión en otros grupos. Y tercero, la validación: los algoritmos funcionan en estudios retrospectivos, pero trasladarlos a la práctica diaria requiere ensayos clínicos rigurosos, interoperabilidad con los sistemas hospitalarios y una supervisión regulatoria estricta.
La regulación ya empieza a ponerse al día. En Europa, la nueva Ley de Inteligencia Artificial clasifica estos sistemas como de “alto riesgo”, obligando a trazabilidad, transparencia y supervisión humana. En Estados Unidos, la FDA trabaja en guías específicas para algoritmos médicos que aprenden con el tiempo.
El horizonte
Las piezas existen: biobancos de referencia, estándares para unificar historiales médicos, modelos capaces de integrar síntomas, imágenes y genética, y prototipos de gemelos digitales. Pero aún falta el ensamblaje final: un sistema clínico confiable que logre convertir todo ese potencial en beneficio real para el paciente.
La pregunta que se abre es inevitable: ¿están los sistemas de salud preparados para gobernar una ficha vital digital sin convertirla en una caja negra, sino en una herramienta auditable, justa y realmente útil para la medicina?




